La noche cae elegante con su abrigo solitario dentro del salón repleto... La noche baila sutil al pie del cálido vals dónde el abandonado campo sureño acompaña su perfume fugáz al compás del canto fértil de las luciérnagas.
Mi tierra cae dormida mientras que el aroma de los árboles despierta la silueta de la tétrica luna gigante que se posa en la pupila de mi mirar. Rechinando de altanería, tragando la saliva soberbia de las estrellas que la contemplan con envidia:
-¡Oh señora!, su galante estampa cubre por completo la pobreza de lo oscuro, su perfume liviano honra la personalidad petimetre de su voz y la resonante alegría que provoca verla caminar al paso fiel del reloj, luciendo su vestido negro-con-puntos, su abrigo de piel que tan bien alumbra.
-¡Amada dama!, usted no pasa silenciosa a través del silencio, usted suele abrir el delicado sonido del piano en su caminar, ya los ángeles no existen cuando se le mira cada noche, si hasta en el día su pálido rostro juega al sol. Gracias por ser nuestra madre.
Un joven se asomaba por la ventana a echar humo a las nubes. Su mano izquierda escribía derecho cuando miraba al cielo en presencia de la elegante mujer dándole besos unísonos en cada partícula de humo que salió de su nariz y boca. Excitado su texto entre sus dedos se creaba y la ilusión de compañía se reflejaba en el río que podía ver cerca de su casa. Pasó la mirada de repente a la tétrica estación del ferrocarril; oscura y sin sonido bañada por las estrellas y sucia de flojera de las colillas de cigarrillo que descansaban sin permiso en el andén. La gente ya no soñaba el andén, éste era pisado en la mañana y luego al medio día, después en la tarde y más tarde de la tarde, casi en la noche, ya nadie más pisaba el andén, ya nadie más el ferrocarril quitaba alientos cuando pasaba, ya a nadie más le importaba.
El joven que se asomaba por la ventana siempre miraba la estación, a veces pasaban trenes de carga que remecían toda su casa y su corazón palpitaba de júbilo como lo eran otras ocaciones en las que sólo los grillos le daban pasaje a la soledad de la estación, y soledad al joven que entre las estrellas se refugiaba esperando que el perfume lo llevara lejos, donde el imán que atrapó su corazón de metal, donde esos brazos que no poseen segundos de distancia, donde el cigarrillo es una escusa de una compañía desamparada en el abrigo de la noche.
La señora sólo miró, quizás no le importó, pero cuando ella caminaba perfumada con su vestido negro-con-puntos el joven se enamoró aún más de la luna sobre la estación.
Mi tierra cae dormida mientras que el aroma de los árboles despierta la silueta de la tétrica luna gigante que se posa en la pupila de mi mirar. Rechinando de altanería, tragando la saliva soberbia de las estrellas que la contemplan con envidia:
-¡Oh señora!, su galante estampa cubre por completo la pobreza de lo oscuro, su perfume liviano honra la personalidad petimetre de su voz y la resonante alegría que provoca verla caminar al paso fiel del reloj, luciendo su vestido negro-con-puntos, su abrigo de piel que tan bien alumbra.
-¡Amada dama!, usted no pasa silenciosa a través del silencio, usted suele abrir el delicado sonido del piano en su caminar, ya los ángeles no existen cuando se le mira cada noche, si hasta en el día su pálido rostro juega al sol. Gracias por ser nuestra madre.
Un joven se asomaba por la ventana a echar humo a las nubes. Su mano izquierda escribía derecho cuando miraba al cielo en presencia de la elegante mujer dándole besos unísonos en cada partícula de humo que salió de su nariz y boca. Excitado su texto entre sus dedos se creaba y la ilusión de compañía se reflejaba en el río que podía ver cerca de su casa. Pasó la mirada de repente a la tétrica estación del ferrocarril; oscura y sin sonido bañada por las estrellas y sucia de flojera de las colillas de cigarrillo que descansaban sin permiso en el andén. La gente ya no soñaba el andén, éste era pisado en la mañana y luego al medio día, después en la tarde y más tarde de la tarde, casi en la noche, ya nadie más pisaba el andén, ya nadie más el ferrocarril quitaba alientos cuando pasaba, ya a nadie más le importaba.
El joven que se asomaba por la ventana siempre miraba la estación, a veces pasaban trenes de carga que remecían toda su casa y su corazón palpitaba de júbilo como lo eran otras ocaciones en las que sólo los grillos le daban pasaje a la soledad de la estación, y soledad al joven que entre las estrellas se refugiaba esperando que el perfume lo llevara lejos, donde el imán que atrapó su corazón de metal, donde esos brazos que no poseen segundos de distancia, donde el cigarrillo es una escusa de una compañía desamparada en el abrigo de la noche.
La señora sólo miró, quizás no le importó, pero cuando ella caminaba perfumada con su vestido negro-con-puntos el joven se enamoró aún más de la luna sobre la estación.