"Yo seguiré el camino aunque tropiece y recuerde que te quiero conmigo, en realidad"
El silencio coronó al silencio y las habitaciones lucían más vacías que el blanco de las paredes empolvadas con la tibia brisa anaranjada del atardecer. El cuarto ardía sin ruido alguno y las ventanas parecieron derretirse en algún momento. Es claro el oscuro momento por el que pasamos aquella vez. ¿Recuerdas? Nuestras pisadas no llenaban el vacío al unísono, fueron segundos en los que tus manos cuál vela rociaron de esperma mis ojos color ácido derritiendo la pureza de estos, el blanco se hizo transparente y recorrió mis mejillas por última vez, como prometí, quise perderte porque la batalla estaba perdida. No creo que ese haya sido mi mejor momento pero tampoco el peor, aunque quizás éste marcó un inicio-fin (o viceversa) dentro de ciclos de inmadurez que invitaban aquellos actos de rebeldía que aún no despojábamos de nuestra esencia, o quizás sólo caíamos en el juego cruel de las palabras que vuelan filosas junto al viento que refresca nuestros rostros en estos meses de verano.
"No nos rindamos" te pedí, clamé como mi última palabra hacia ti y hacia un nosotros que ya no existía, un nosotros que comenzamos a desmantelar sin motivo aparente. Así fue, no nos rendimos, no creí en tus palabras en esos momentos, durante días aguanté las puñaladas irónicas que brillaban en tus palabras, siempre he pensando en el por qué aguanté tanto, el por qué siempre estuve ahí cuando en la micro repleta pretendías ignorarme pero me mirabas de reojo sin que yo me diera cuenta, por qué mi voz romántica desquebrajada no te alcanzaba aunque te morías por decirme "te amo". La distancia coronó al silencio y el silencio era el leit motiv de los ropajes que vestíamos, silencio, silencio y silencio, nuestras pupilas se ahogaban en lágrimas pero aún así permanecimos sentados uno al lado del otro sin hablar ni moverse por días. Siempre estuve ahí, asumiendo mis errores absurdos queriendo remediarlos, dentro y fuera de esta habitación que ardía estando solo en ella. Una frase que resumía la consigna de la lucha de varios días que creí haber perdido, cuando bajé los brazos volviste con el mismo silencio a tomar mi mano y con esa sonrisa me hiciste sonreír, secamos las lágrimas y continuamos por este camino de adoquines que nosotros hicimos, cojeamos pero pese a las caídas, nos levantamos más rápido. ¿Te acuerdas? Una vez me dijiste que después todo lo recordaríamos riendo, no sé si realmente nos duela tocar nuestras heridas, tampoco pretendo a arriesgarme a hacerlo.
Del paquete semi-vacío cojo uno de los pocos cigarrillos que me quedan. Lo prendo. Inhalo. Exhalo. Sigo hablando.
Y de repente no nos importó nada, absolutamente nada, nuestra habitación comenzó a arder pero ésta vez no era silencio ni me encontraba solo, de repente no nos importó el ruido que pudiésemos haber hecho, la adolescencia se posicionaba en cada uno de nuestros dedos y a través de la experiencia del movimiento los gemidos llenaron cualquier vacío que hubo, llenamos cualquier espacio que pudiésemos haber descuidado y entre gritos y susurros el ser descubierto era algo que era intrascendente, era nuestro momento. Ya eramos uno, y pese a que el sol pegaba fuerte, creamos nuestro propio calor y sudor que desprendían ambos cuerpos que se movían al ritmo de la estabilidad. Fuimos uno, llenamos cada fragmento de silencio y permanecemos. Nuestras sábanas, único testigo de caricias efectivas que trascienden hasta ver el fin, seres complejos que se complementan cada momento, por el bien y el mal permanecemos; trascender, permanecer y pertenecer. Somos y estamos.
Es nuestro momento dentro de éste viaje infinito.