Las luces de una ajetreada ciudad, tenues, oscuras y nuevamente tenues pero ésta vez en movimiento se difuminan entre cada edificio de cada calle haciéndose tentadoras y a veces atractivas. Caminando, sin camino detenido en el centro mirando el anochecer estoy. Mirando los pasos de la gente estoy. Parado, inmóvil e inmerso en el tic-tac monótono de los segundos en los que observo los pasos de la gente estoy. Pero ésta vez me muevo, de repente mis pies comienzan a tambalearse y a generar su propia corriente para crear huellas vacías; ésta vez salgo del trance y de la monotonía anterior para caer en la siguiente, comienzo a avanzar y a sentirme cautivado por el movimiento hipnótico de las calles de Santiago al momento de anochecer, poco a poco, lentamente. Los personajes ésta vez son totalmente diferentes que en el día, la homogeneidad de las caras y el constante movimiento de los pasos atiborran de silencios las luces que se difuminan entre cada edificio. Ésta gente en sus ojos no tiene brillo particular y aparentemente lucen extrañamente vacíos por dentro, de la misma forma que una hoja de otoño arrojada en la acera o una planta cualquiera moviéndose al compás del viento.
No escucho mayores ruidos ni veo grandes formaciones, no siento mayor alegría ni menor tristeza, no distingo lo bueno de lo malo, ésta vez en la ciudad todo se transforma en una ameba que deambula sin sentir ni avanzar, sólo está ahí moviéndose sin rumbo, sólo está como yo estoy, sólo estoy como ésta está; Nada.
Nada, no siento nada mirando la nada pero debo admitir que el silencio me atrae y cautiva, me hace danzar dentro de la misma soledad que siento bajo estas luces semi-amarillas olvidando por completo que nadie está (ni estará) allí. De vez en cuando la ciudad camina junto conmigo hacia algún parque para fundirme en un paisaje desconocido, de vez en cuando sentado en alguna fría banca de fierro verde recuerdo que soy una figura omnisciente del silencio y un personaje de algún recuerdo tal vez lejano y ya olvidado, de vez en cuando miro la herida de mi brazo que describe mi corazón ensangrentado en una frase suicida, de vez en cuando mis ojos se empañan con agua y las luces se hacen más bonitas y el silencio se destaca aún más en lo profundo. La nada de la nada dentro de un todo en donde no hay nada. Ese soy yo sentado ésta vez en una fría banca de fierro verde, no sé qué ni a quién espero, no sé por qué espero ni menos sé por qué me embriago tan rápidamente con movimientos tan hipnóticos, como pasos y miradas vacías. No siento mayor alegría ni menor tristeza, sólo voy desapareciendo poco a poco en el vacío que expongo en mi mirada, en el vacío que siento de la esencia, en el cigarrillo que acabo de pisar al terminar.
Cigarrillo en mis manos perfume entre mis dedos. Vuelvo al letargo del camino pero ésta vez ciego ante perfumes heterogéneos que iluminan las huellas que voy dejando atrás, cada perfume (muy diferente el uno del otro) esconde la historia de su autor, cada perfume me envuelve de distintas sensaciones: Asco, repulsión, amor e interés. No distingo las unas de las otras pero me es fácil alejarme cuando éste hace picar mi nariz. Ésta vez he sentido algo distinto. Ésta vez he sentido algo tan distinto al resto que me resulta tan familiar como el vacío en mi mirada. Hace mucho tiempo me pasó lo mismo y ya convivía con aquél silencio que tanto me caracteriza, hace mucho tiempo me pasó exactamente lo mismo y mis ojos reaccionaron de la misma manera: Caminaba ya más de prisa saliendo del subterráneo queriendo respirar y sentir un poco de aire, continúo con el ritual de observar los pasos que la gente despecha una y otra vez, continúo mirando las luces tenues semi-amarillas cuando un puño golpea mi rostro; Aquél perfume, aquél maldito perfume que tanto amaba se hizo presente en el mismo lugar que hace ya mucho tiempo. Inconsciente y totalmente embriagado comencé a buscar al portador de la esencia, inconsciente y destruido busqué y caminé por horas sin dejar de oler y masticar esas partículas que ya antes había devorado. Me detuve y la razón fue la que abrazó mi pena. No seguí y la luz verde del semáforo ya teñía aquella mirada perdida que adornaban mis pestañas. No supe qué hacer más que tomar mis propias manos para detener el temblor que en ellas se sentían. Sólo caminé y caminé mezclando colores en las huellas junto a penas y odios, odios que conllevan a la pena y el perfume, ese perfume que sólo terminó destruyendo lo bueno que alguna vez hubo en mi.
Erase una vez en una ciudad con luces tenues y oscuras, en una ciudad nocturna adornada de movimientos monótonos e iguales en donde a veces existen frías bancas de fierro verde perdidas entre árboles: un yo inmortalizado por pasos en vano y descoloridas huellas aplastadas por el silencio de mis ojos vacíos. Un yo que viaja a su casa y tiene una aventura fantasiosa, un yo estancado en la nada de un todo, sólo un yo, perfumado y maldito, pálido de sensaciones y con esencias incoloras dolorosas. Un yo que acaba de apagar su cigarrillo para intentar continuar el camino. Intentar, otra vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario