¿Para qué voy a mentirte? Esto lo esperaba, sin embargo lo quería toda vez nuevamente. Aquél viaje infinito se tornó inconcluso porque en algún momento, y yo sin darme cuenta, falleciste. Sí, en verdad no sé cómo sucedió, menos el porqué, sólo sé que en tres meses dejaste de respirar y tu corazón de latir, no me percaté hasta que, en cierta ocasión, escuché en los adoquines grises tus pasos al ritmo de tu inconfundible alegría, era imposible, eras tú que estabas de vuelta, pero fue sólo el eco de los recuerdos, sólo un momento de vulnerabilidad tras no aceptar tu muerte, sólo el fantasma de días nublados y noches lluviosas.
Comencé a caminar solo, intenté que tu rostro no se materializara en besos y caricias en mis sueños despiertos, pero fracasé, de igual forma me esforcé para caminar sin mirar atrás, pero cuanto más enfocaba mi vista hacia el frente, más veía lo que ya era pasado, un espejo retrovisor en donde, cuan film, aparecías sonriendo estúpidamente por alguna trivialidad mía, el vacío de tu voz diciendo mi nombre y tus manos pidiéndome que jamás las dejara ir. Verte reír, sólo pensaba aquello cuando tus dedos se enredaban en mis manos, tus ojos que se abrían y cerraban cuando te besaba, y tu cuerpo en el que dibujaba mis huellas me era correspondido. Claro, toda esa imagen el dicho espejo reflejaba, no era más que eso, el pasado al frente de mi presente. Eras pasado, eres pasado, estás muerto, pero de alguna forma tu fantasma estaba aquí.
No te mentiré, recorrí el sur buscándome, pero te encontré en una que otra calle, caminabas adelante y yo ya me quedaba muy atrás, pero a veces olvidaba, por un instante que ya no existes (pero igual te vi), aunque eso pareció importarme poco, ya que, me resigné al luto porque creí que seguías acá. Prendí un cigarrillo, borré las lágrimas secas de mis ojos y construí una sonrisa. En ese momento fue cuando oí tu voz diciéndome que estabas cerca. Llegué a Santiago y comencé a buscarte poco a poco, rincón a rincón, y, adivina; te encontré. Traías una cara de niño castigado que me conmovió, corriste a abrazarme, te abracé y en un segundo tu cuerpo frío calentó los pedazos de corazón salpicados en el piso. Tomaste mi mano y te seguí, no dejé de besarte y me olvidé de lo anterior. Fuiste mío como yo también de ti, estabas helado pero no me importó, la ilusión de volver a ser uno gestaba aquella sonrisa que sólo el alcohol sacó antes; génesis de un momento en el que me llevaste a correr y yo te miraba saltar, brillabas ante mí y me sentí feliz por cinco minutos. El cielo nublado era perfecto y se veía llover, esperábamos la lluvia, pero tus dedos suaves me invitaban a continuar el camino.
Vi adoquines por doquier y nuestros zapatos hacían eco en ellos, te vi adelante y apuré el paso para no perderte, ya el paisaje había cambiado pero la nitidez de tu silueta se hacía borrosa, comenzaban a pasar imágenes del pasado pero, sin embargo, te veía cada vez más difuminado. No entendí nada, pero en ese momento me importaba sólo alcanzarte, tu mano me tomó por última vez pero ahora tenían la misma forma de humo que de mi boca sale cuando fumo, te habías ido. Es desde ese momento en el que comprendí que estabas muerto, me llevaste a tu lápida en donde se inscribía un NN, para que te viera por última vez, descansabas en paz y yo no te dejé ninguna flor.
Me devolví a casa y no te oí más, no sé en qué segundo creí que un muerto podría vivir, quizás la ilusión de volver a tenerte jamás me abandonó, y no sé si me abandonará, pero al menos ya sé en donde estás, ya sé que tres o cuatro meses te bastaron para despedirte, sólo sé que tu nombre es un desconocido bajo una cruz rota, en un patio abandonado, ya sin flores ni adoquines, ya sin ilusiones ni viajes infinitos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario